El sostén emocional
Estaba en 3er grado. Fui la única del curso que saqué un excelente en una prueba re difícil de matemática. Con divisiones y todo.
La primera sorprendida fui yo, la segunda la maestra. Cada una en su intercambio interno, no podíamos creer que una alumna “tan regular” como lo era yo, haya superado ampliamente el objetivo.
Tal vez se imaginen el alboroto entre mis compañeros. Un lugar que solo está reservado para la mejor alumna, fue desbancado por una “doña nadie” en matemática de golpe y porrazo.
Como saben, esto tiene un alto costo. La competencia en la que transitábamos las aulas en aquellos años y aún hoy, me hizo pagar con lágrimas de sangre aquel atrevimiento de desafiar, sin proponérmelo, los lugares académicamente esperados para esa sala.
De la noche a la mañana pasé de ser la medio pelo en matemática a la copiona, la acomodada con la seño o los más benévolos, a dudar sobre la correcta corrección de aquella por mí maldecida prueba de matemática.
Deseé con fuerza haber sacado un Bueno+ como en casi todas mis evaluaciones anteriores. Pero no, el excelente estaba escrito en el margen superior del lado derecho, en verde y cursiva. No quedaban dudas.
Ya en la fila del patio para retirarnos, mi hermano, que iba a 7mo y siempre fue más rápido que las liebres, se acerca y me dice: “ya sé lo que pasó. Vos no le des bola a nadie. Te espero al lado del portón de madera a la salida”
Esas palabras necesarias, amorosas, simples, alcanzaron para erguirme la espalda, levantarme la frente y sacarme de los lugares más incómodos en los que un niño puede estar: la soledad y la desolación.
El episodio vuelve a cobrar sentido ante cada situación difícil. Saber que hay alguien que entiende mi dolor, que me espera en el portón de madera y que resuelvo situaciones conflictivas sin escuchar opiniones ajenas.
Esto es acompañar la infancia, esto es ser adulto testigo.
A veces son los mapadres o los hermanos, o las maestras. Muchas, muchas veces son las maestras.